Bajo el subsuelo de Edimburgo se esconde una antigua y claustrofóbica ciudad subterránea, sepultada bajo numerosas plantas de nuevas construcciones que fueron elevándose una tras otra, en vertical.
Desde la Edad Media, Edimburgo albergó una gran población encerrada bajo los muros de la ciudad antigua. Para tratar de paliar la insuficiencia de viviendas, los edificios se fueron amontonando unos sobre otros, llegándose a levantar hasta diez alturas en construcciones precarias ideadas para soportar muchas menos plantas. En ocasiones, las nuevas edificaciones se elevaban sobre las ruinas de las antiguas. Incluso un enorme puente fue rodeado de edificios, quedando sus arcos enterrados en el subsuelo.
Vivir en aquellos barrios subterráneos no era fácil: la luz que llegaba era muy escasa, no existía abastecimiento de agua y la ausencia de ventilación hacía que el olor fuese nauseabundo. Lógicamente, la gente adinerada vivía en la superficie y la población más deprimida y marginada se fue aglutinando en las viviendas más alejadas del exterior.
Algunos comerciantes, muchos inmigrantes y los sin hogar se establecieron en aquel ambiente subterráneo, casi sin aire y sin luz. Con el tiempo, los delincuentes, el comercio de mercado negro y la prostitución se infiltraron en esta sociedad, que cuanto más descendía en el subsuelo era más depravada y peligrosa.
Muchas historias y leyendas tuvieron su origen en este submundo. Por ejemplo, los ladrones de cadáveres, que no sólo los extraían de los cementerios sino que también los conseguían estrangulando a personas de estos barrios para proporcionar sus cuerpos a los estudiantes de medicina a cambio de dinero. También se movía por la ciudad subterránea Deacon Brodie, respetable ebanista durante el día y ladrón y asesino sin escrúpulos de noche, cuya vida inspiró a Robert Louis Stevenson su novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
La aglomeración urbana y la falta de higiene eran terreno abonado para infecciones y plagas. Las aguas fecales que durante el curso del día se acumulaban en ollas, se tiraban a la calle por las ventanas a partir de las 10 de la noche. La gente solía avisar a los viandantes con gritos de ¡ten cuidado!
Los desechos lanzados desde las ventanas de los numerosos pisos superiores se iban acumulando abajo hasta que se limpiase al día siguiente. El hedor, sin duda, sería insoportable. La suciedad provocaba que miles de ratas se paseasen impunemente por estos estrechos callejones, llamados closes, portando enfermedades que se transmitían con facilidad al ser humano. Una de las peores epidemias fue la peste bubónica que tuvo lugar en 1645. En la Navidad de ese año, muchas ratas infectadas, que llegaron a Edimburgo en barcos procedentes de Europa, invadieron estos sucios barrios. En muy poco tiempo, las pulgas transmitieron la enfermedad a la población.
Entre los lugares más castigados por esta enfermedad estuvo Mary King’s Close y las calles aledañas. Una leyenda muy extendida dice que, para evitar la expansión de la epidemia, las autoridades adoptaron la decisión de tapiar la zona para impedir la salida de los enfermos, condenando así a toda la población, contagiada o no, a una muerte inexorable. Al cabo de unos meses, cuando se derribaron los muros, el Ayuntamiento ordenó la recogida de los restos putrefactos de los cadáveres, que fueron cortados por carniceros para su transporte, y la limpieza de la zona. Después, las casas se pusieron a disposición de aquellos que quisieran habitarlas. De nuevo, la población menos afortunada se adentró en aquellos barrios oscuros e insalubres.
Sin embargo, nuevas investigaciones arqueológicas han revelado que las víctimas de la enfermedad no fueron encerradas ni se dejaron morir de hambre. Al parecer, las personas infectadas se recluían en sus casas e indicaban su situación mostrando una pequeña bandera blanca en la ventana. Como respuesta, se les entregaba a diario pan, cerveza, carbón e incluso vino y, en ocasiones, un médico las visitaba. Pero poco podía hacer la medicina para combatir esta terrible enfermedad. Los limitados y, muchas veces, francamente peligrosos tratamientos médicos de la época no evitaban la muerte de los enfermos e incluso la del mismo médico, que terminaba contagiándose.
Hacia 1830, el Edimburgo subterráneo fue sepultado por completo bajo las nuevas construcciones. Aquellos oscuros barrios habían albergado al lado más miserable de la humanidad y la sociedad del siglo XIX quiso ocultarlos para evitar su desagradable recuerdo y, efectivamente, con el tiempo, la gente olvidó que existían.
Pero, a mediados de los años ochenta, fueron descubiertos, casi por casualidad y, en la actualidad son explorados por numerosos visitantes que se sienten atraídos por la misteriosa atmósfera que los envuelve.
Excelente blog.